Conoce a Hitomi (o Renmi, como su descuidado coño anhela ser llamado), la ama de casa perfecta cuyo reloj corre más fuerte que sus ovarios. Casada con un polvo frígido que ni siquiera puede montar un rollo a medias, se ha quedado abandonada: sin hijos, sin semen, solo una frustración interminable que hierve a fuego lento bajo su fachada remilgada. Sus enormes pechos, hinchados por la leche, se tensan contra su delantal, rogando por el trato duro que su marido, con su polla flácida, jamás podría darle.
Entra el lobo con piel de sobrino: el joven semental y gorronero de su marido, durmiendo en el sofá con una sonrisa que grita "criador alfa". Una tarde de ocio, la acorrala con un discurso de "masaje relajante"; inocente, ¿verdad? Error. La determinación de Hitomi se derrumba más rápido que sus bragas empapadas mientras sus fuertes manos masajean sus muslos pastosos, con los pulgares girando peligrosamente cerca de su raja goteante. —Sólo para animarte, tía —gruñe, su aliento caliente en su cuello, sus dedos deslizándose bajo su falda para provocar ese clítoris descuidado como si fuera su juguete personal.